Salud social: el tercer pilar olvidado

9 de septiembre de 2025

Durante décadas, el discurso sobre la salud pública se ha centrado en dos pilares fundamentales: la salud física y la salud mental. Sin embargo, este artículo propone que existe un tercer componente esencial para el bienestar humano: la salud social. Esta dimensión, aunque menos reconocida, influye profundamente en la calidad de vida, la longevidad y la resiliencia de las personas. 

La salud social se refiere a la capacidad de los individuos para formar relaciones significativas, participar en redes de apoyo, y sentirse integrados en sus comunidades. No es simplemente una cuestión de tener amigos, sino de experimentar pertenencia, reciprocidad y conexión. En tiempos de aislamiento —como durante la pandemia de COVID-19— esta dimensión se volvió más visible, aunque sigue sin recibir la atención oficial que merece. 

En mayo de 2025, la Asamblea Mundial de la Salud adoptó la primera resolución sobre conexión social, marcando un hito en el reconocimiento institucional del problema. 

El informe revela que entre 2014 y 2023, aproximadamente el 16 % de la población mundial —uno de cada seis individuos— experimentó soledad. Aunque afecta a todas las edades y géneros, los adolescentes (20.9 %) y los jóvenes adultos (17.4 %) son los más afectados. Además, se estima que un tercio de los adultos mayores (≥60 años) están socialmente aislados. Los grupos vulnerables —como personas con discapacidad, migrantes, minorías étnicas, pueblos indígenas y personas LGBTIQ+— presentan tasas aún más altas de aislamiento. 

Los efectos sobre la salud son alarmantes. La soledad y el aislamiento social están vinculados a un mayor riesgo de mortalidad: se estiman unas 871 000 muertes anuales relacionadas con la soledad entre 2014 y 2019. También se asocian con enfermedades cardiovasculares, diabetes, deterioro cognitivo, depresión, ansiedad y pensamientos suicidas. En contraste, la conexión social ofrece beneficios protectores, como la mejora de la salud mental, la reducción de enfermedades crónicas y el aumento de la longevidad. 

La relación entre salud y conexión social es bidireccional: las enfermedades crónicas o el estigma pueden dificultar la interacción social, lo que a su vez agrava el aislamiento y empeora la salud. Además, el impacto trasciende lo individual: el aislamiento afecta el rendimiento educativo, la empleabilidad y los ingresos, generando costes significativos para los sistemas de salud, empleadores y la sociedad. En España, por ejemplo, el coste estimado de la soledad en 2021 fue de 15.200 millones de dólares, equivalente al 1.17 % del PIB. 

Frente a esta realidad, el artículo aboga por políticas públicas que fortalezcan la conexión social. Estas deben incluir campañas de concienciación y un enfoque intersectorial que involucre salud, educación, vivienda, transporte, comunidades y empresas. Sin embargo, solo unos pocos países han adoptado estrategias nacionales: Dinamarca, Finlandia, Alemania, Países Bajos, Suecia, Inglaterra, Escocia, Gales y Japón (que incluso ha creado un ministerio para la soledad). 

La Comisión propone reconocer la salud social como el tercer pilar de la salud, junto a la salud física y mental. Basándose en la definición de salud de la OMS —como un estado completo de bienestar físico, mental y social— se destaca que la conexión social debe estar en el centro de las políticas sanitarias. La adopción de la resolución por parte de la Asamblea Mundial de la Salud y el informe de la Comisión ofrecen una oportunidad crucial para que los gobiernos actúen. 

Por Alfredo Calcedo 15 de diciembre de 2025
En medio de una campaña presidencial marcada por la preocupación por la inseguridad, el presidente Gabriel Boric lanzó una afirmación que sacudió el debate: en Chile mueren más personas por suicidio que por homicidio . Lo que podría parecer un dato técnico se convierte en un llamado urgente a mirar la salud mental como un problema de primer orden. “De una se habla mucho, de la otra se habla poco”, dijo Boric, subrayando la necesidad de abordar el tema con firmeza. Mientras la sensación de inseguridad crece por la presencia de bandas criminales y delitos violentos, las cifras oficiales muestran que los homicidios han disminuido respecto al año anterior. Esto implica que la violencia autoinfligida continúa representando una carga mayor desde la perspectiva de salud pública. En promedio, Chile enfrenta aproximadamente el doble de muertes por suicidio que por homicidio. Desde 2018, el suicidio se mantiene como la principal causa de muerte violenta en Chile. En 2024 se registraron 1.984 suicidios frente a 1.207 homicidios. La tasa de suicidio chilena, de 10,5 por cada 100.000 habitantes, supera el promedio mundial y se ubica entre las más altas de América Latina, aunque por debajo de Uruguay. Este fenómeno, que a inicios del siglo XX era marginal, hoy representa cerca del 2% de las muertes totales. El perfil predominante es masculino: cuatro de cada cinco suicidios son cometidos por hombres, especialmente adultos mayores. Factores como mayor acceso a métodos letales, consumo elevado de alcohol, baja tolerancia a la frustración y escasa búsqueda de ayuda psicológica explican esta brecha. Entre los mayores de 80 años, la tasa alcanza cifras alarmantes: 31,1 por cada 100.000 en hombres, frente a 1,4 en mujeres. Aunque se ha logrado reducir el suicidio juvenil gracias al Programa Nacional de Prevención del Suicidio, persisten riesgos crecientes en hombres adultos y mayores, agravados por aislamiento, soledad y precariedad económica. Las regiones del sur, como Aysén y La Araucanía, presentan tasas consistentemente superiores al promedio nacional. En este contexto, la salud mental ha entrado tímidamente en la agenda electoral. Jeannette Jara, candidata presidencial, ha puesto énfasis en el tema desde su experiencia personal: su primer marido se suicidó poco después de casarse. “Un fallecimiento por suicidio es un duelo casi eterno”, afirma. Su historia humaniza un problema que, pese a su magnitud, sigue siendo menos visible que la violencia delictiva. Chile enfrenta así un desafío silencioso: cómo integrar la salud mental en las políticas públicas y romper el estigma que rodea a quienes más lo necesitan
Por Alfredo Calcedo 15 de diciembre de 2025
La falsificación de partes médicos de baja laboral constituye un delito grave tipificado como falsedad en documento oficial , según el Tribunal Supremo. Este criterio se aplica incluso cuando la manipulación se realiza sobre documentos digitales que simulan ser auténticos. El caso analizado ilustra esta situación: un trabajador, diagnosticado inicialmente con gastroenteritis y con baja médica el 6 de junio de 2017, alteró digitalmente ese parte para justificar una ausencia el día siguiente. Posteriormente, envió otro documento falso el 12 de junio, alegando correcciones, sin presentar nunca los originales, solo archivos modificados por correo electrónico. El tribunal debía resolver si la alteración de copias digitales equivalía a falsedad en documento oficial. La jurisprudencia aclara que las fotocopias alteradas suelen considerarse documentos privados, salvo que simulen un documento oficial. En este caso, los partes médicos, aunque transmitidos telemáticamente, son oficiales porque los emite la Seguridad Social. Por ello, la falsificación digital se sanciona con la misma severidad que la física. El Supremo subraya que lo determinante no es el medio técnico, sino la naturaleza y finalidad del documento. Aquí, la simulación buscaba un beneficio económico indebido: el trabajador percibió 31,96 euros por días no justificados. La sentencia concluye que se cometió falsedad en documento oficial, imponiendo seis meses de prisión, multa y penas accesorias, destacando la gravedad del fraude y la necesidad de proteger la autenticidad administrativa. Finalmente, se menciona que desde abril de 2023 ya no es obligatorio entregar los partes médicos a la empresa, aunque sí comunicar la baja para organizar el trabajo, según la reforma laboral y resoluciones recientes. Este caso marca un precedente sobre la validez y protección de documentos oficiales, independientemente de su formato.
Por Alfredo Calcedo 15 de diciembre de 2025
El Parlamento de Nueva Gales del Sur (Australia) ha publicado el primer informe estatal sobre los efectos de la pornografía en la salud mental, emocional y física, desafiando la idea generalizada de que todo contenido pornográfico es dañino. La investigación, impulsada por el Comité Permanente de Asuntos Sociales, reunió voces diversas: investigadores, educadores, padres, organizaciones religiosas, trabajadoras sexuales, colectivos feministas, la industria del entretenimiento para adultos y jóvenes. Esta pluralidad permitió un análisis matizado de una cuestión polémica: ¿cómo afecta la pornografía a los adolescentes? El informe concluye que la pornografía no es “inherentemente perjudicial”, y que su impacto depende del tipo de contenido, el contexto y la persona que lo consume. Reconoce riesgos como la distorsión de la intimidad, la perpetuación de estereotipos de género y la influencia en la percepción del consentimiento, aunque la evidencia sobre estos efectos sigue siendo contradictoria. También señala que el acceso temprano es común: la exposición accidental ocurre en torno a los 11 años y la búsqueda intencionada, a los 13, principalmente mediante internet. Ante la falta de una educación sexual que aborde el tema, muchos jóvenes recurren a la pornografía para informarse, especialmente quienes no se ven representados en los programas escolares, como la juventud LGBTQIA+. Lejos de ser consumidores pasivos, los adolescentes muestran capacidad crítica: cuestionan la falta de consentimiento, la erotización de la juventud y la prevalencia de categorías de pornografía por ejemplo pornografía de "familia reconstituida”. Algunos incluso proponen estándares más éticos en la industria. El informe recomienda más investigación, formación para docentes y apoyo a padres, fomentando conversaciones abiertas y sin juicios. Sugiere que las escuelas superen mensajes simplistas y dialoguen con la comprensión que los jóvenes ya poseen. En definitiva, plantea un enfoque educativo y social que reconozca la complejidad del fenómeno, en lugar de demonizarlo.