TDAH y deterioro cognitivo leve: una realidad clínica

4 de diciembre de 2025

El artículo analiza un desafío clínico emergente: la coexistencia del TDAH con el deterioro cognitivo leve (DCL) o la demencia temprana en adultos mayores. Aunque el TDAH se reconoce como un trastorno del neurodesarrollo persistente, su evolución en la vejez sigue siendo poco comprendida, lo que preocupa ante el crecimiento acelerado de la población mayor de 65 años. La prevalencia estimada del TDAH en este grupo ronda el 2.18%, pero menos del 0.1% recibe tratamiento, reflejando una brecha significativa en la atención.

El diagnóstico en esta etapa es complejo. Los síntomas del TDAH —inatención, impulsividad, distracción— son transdiagnósticos y pueden confundirse con depresión, ansiedad, efectos de fármacos o enfermedades médicas. Además, muchos adultos mayores nunca fueron diagnosticados en la infancia, lo que lleva a atribuir sus dificultades cognitivas al envejecimiento. Las pruebas neuropsicológicas no son concluyentes, por lo que la historia clínica y escalas validadas, complementadas con información colateral, son esenciales.

Las comorbilidades psiquiátricas son frecuentes y agravan el cuadro: estudios en Países Bajos, Estados Unidos y Noruega revelan altas tasas de depresión, ansiedad y trastorno bipolar, junto con menor autoestima y sensación de control. Estas condiciones complican la priorización diagnóstica y la secuencia terapéutica, convirtiendo la evaluación en un verdadero reto clínico.

En cuanto al tratamiento farmacológico, la evidencia es limitada. Los ensayos clínicos excluyen a mayores de 65 años, y la mayoría de los fármacos aprobados por la FDA tienen límites de edad. Aunque los estimulantes pueden elevar la presión arterial y la frecuencia cardíaca, los estudios disponibles no muestran tendencias significativas por edad. A pesar de ello, análisis post hoc y estudios observacionales sugieren que el metilfenidato de liberación prolongada mejora síntomas y funcionalidad, con efectos adversos manejables como insomnio y cefalea. Incluso en pacientes con DCL, un pequeño ensayo mostró beneficios en memoria no verbal. No existen estudios sobre atomoxetina o viloxazina en esta población.

Las intervenciones no farmacológicas también requieren más investigación. Un ensayo de terapia cognitivo-conductual en adultos mayores mostró resultados similares a los de pacientes jóvenes, aunque el apoyo emocional fue igualmente eficaz en algunos indicadores.

En conclusión, el TDAH debe considerarse en el diagnóstico diferencial de adultos mayores con quejas cognitivas. Reconocerlo y tratarlo puede mejorar la calidad de vida, pero se necesita investigación urgente para guiar la práctica clínica y ofrecer a esta población la oportunidad de mantener un funcionamiento óptimo en la vejez.


Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
Las decisiones sobre medicación deberían idealmente tomarse antes de la concepción . Se recomienda usar un solo fármaco a dosis óptima, evitando combinaciones y priorizando aquellos con menos metabolitos y menos interacciones. Las mujeres con trastorno bipolar presentan un riesgo 20 a 30 veces mayor de hospitalización posparto, y este periodo es crítico para recaídas o primeros episodios. Incluso la psicosis posparto puede ser expresión de un trastorno bipolar. El estigma sobre el peso y la imagen corporal agrava el riesgo: la insatisfacción corporal es uno de los principales predictores de depresión postparto (PPD). Se proponen intervenciones centradas en la aceptación corporal, la regulación emocional y narrativas realistas sobre el posparto. Opciones no farmacológicas: psicoterapia (CBT, interpersonal), grupos de apoyo, ejercicio, mindfulness, higiene del sueño, nutrición equilibrada, y estrategias ambientales para reducir estrés. También sugirió involucrar a la pareja y la familia, así como terapias como luz brillante, ECT para casos graves y rTMS, aunque estas últimas no cuentan con aprobación específica para PPD. En cuanto a fármacos, los antidepresivos tradicionales (ISRS, IRSN) son limitados por su inicio lento. Brexanolona, primer fármaco aprobado para PPD, fue retirada en 2025. Hoy, zuranolona es la única opción oral aprobada: un neuroesteroide que actúa sobre receptores GABA-A, administrado en dosis diaria junto a una comida rica en grasa. No debe usarse durante el embarazo y puede afectar la capacidad para conducir. Se recuerda que la preferencia del paciente es clave en el tratamiento de la depresión posparto.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La tartamudez es un trastorno neurológico del desarrollo que afecta al 5 % de los niños y persiste en más del 1 % de los adultos. A pesar de su antigüedad —los egipcios ya la reconocían—, sigue sin terapias aprobadas y ha sido ignorada por la medicina y la ciencia. Este trastorno no solo impacta la comunicación, sino también la calidad de vida, con alta comorbilidad con depresión, ansiedad social y otros cuadros como TOC, TDAH y tics. La tartamudez no es una condición única, sino un espectro, y afecta a distintas estructuras cerebrales: los ganglios basales regulan el inicio del habla, la amígdala intensifica la respuesta al estrés y el sistema lateral puede activarse mediante estrategias como el canto, que evita el circuito estriatal. La etiología es múltiple, con un fuerte componente genético y hallazgos recientes como mayor depósito de hierro en el cerebro. En cuanto al tratamiento, los antagonistas dopaminérgicos muestran eficacia, especialmente en jóvenes. Entre los fármacos mencionados figuran haloperidol, pimozida, risperidona, ecopipam y gemlapodecto, aunque faltan protocolos estandarizados y métricas robustas. Expertos proponen utilizar la Evaluación Breve de Tartamudez (BSA) para medir gravedad e impacto en la vida diaria. El abordaje actual incluye tratar comorbilidades, intervenir temprano con terapia del habla o medicación, eliminar fármacos que empeoren los síntomas, aplicar terapia cognitivo-conductual y atender el trauma asociado. Para optimizar resultados, subrayó la necesidad de colaboración entre psiquiatría, neurología, neurociencia y logopedia.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La creencia popular sostiene que las crisis económicas disparan la criminalidad, mientras que la prosperidad la reduce. Sin embargo, la historia estadounidense contradice esta idea. En The Roots of Violent Crime in America , el autor analiza seis décadas —de 1880 a 1940— para demostrar que la relación entre economía y violencia es mucho más compleja. Durante el siglo XIX, las ciudades crecieron vertiginosamente, abarrotadas de inmigrantes pobres, viviendas insalubres y gobiernos corruptos. Las condiciones parecían ideales para una ola de crímenes violentos. Sin embargo, las tasas de homicidio eran sorprendentemente bajas, y delitos como el robo a mano armada eran tan raros que un atraco en el Bronx podía ocupar titulares durante una semana. Por el contrario, en los años veinte, una época de bonanza económica, los homicidios se dispararon hasta niveles comparables a los de finales del siglo XX. Prohibición y guerras entre bandas influyeron, pero no explican por completo el fenómeno. La Gran Depresión refuerza la paradoja. Tras el colapso de 1929, con millones de desempleados y familias sin ingresos, cabría esperar un auge de violencia. Las cifras subieron al inicio, pero luego cayeron incluso durante la “Recesión Roosevelt” de 1937, cuando el desempleo volvió a aumentar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el patrón se repitió: la violencia creció en épocas de prosperidad, como los años sesenta, y descendió en recesiones recientes. ¿Por qué? Porque los crímenes violentos —salvo el robo— rara vez obedecen a motivos económicos. Surgen de emociones intensas: ira, celos, agravios personales, a menudo potenciados por alcohol o drogas. Factores como la demografía juvenil, la debilidad del sistema judicial, la presencia de grupos violentos y la disponibilidad de armas pesan más que el ciclo económico. En suma, la historia desmiente el mito: la violencia no sigue el pulso de la economía, sino el de la sociedad.