Detección, evaluación y tratamiento del trastorno del juego

2 de junio de 2025

Los videojuegos son una industria multimillonaria y próspera, y se encuentran entre las actividades de ocio y entretenimiento más populares del mundo. Psicológicamente, los videojuegos son atractivos porque ofrecen emoción, relajación, diversión, una sensación de logro y una vía de escape de la realidad. Además, brindan oportunidades de socialización y participación cultural (pej los deportes), lo que puede impulsar y normalizar el juego como una rutina dominante y un estilo de vida. Si bien los videojuegos pueden tener beneficios personales y sociales, existe una creciente conciencia pública sobre las consecuencias negativas del juego excesivo, incluyendo efectos perjudiciales para la salud mental y física, el rendimiento académico y laboral, y las relaciones interpersonales.

En este artículo se analiza se analiza la creciente preocupación por el trastorno por videojuegos, especialmente en poblaciones vulnerables como adolescentes.

Un avance importante ha sido la inclusión formal por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de las categorías de «juego de riesgo» y «trastorno del juego» en la CIE-11. Cabe destacar que el trastorno del juego no se incluyó en el DSM-5-TR, pero se está considerando su inclusión en la próxima edición de dicho sistema diagnóstico.

Otro problema es la comorbilidad. El trastorno por videojuegos puede recibir menos atención cuando coexiste con otras afecciones, en particular en el caso del trastorno del espectro autista y el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), donde el juego habitual puede considerarse intratable o una estrategia de afrontamiento necesaria.

Otro desafío ha sido que la literatura sobre el trastorno del juego tiene un historial de detección y evaluación inconsistentes. Existen más de 50 herramientas o medidas compuestas para el diagnóstico del trastorno del juego lo que dificulta comparar y generalizar los resultados de las investigaciones. Actualmente, la OMS está desarrollando una herramienta de cribado y diagnóstico para el trastorno del juego que proporcione un estándar de referencia que pueda unificar las prácticas de evaluación

En un tono más positivo, la evidencia sobre el tratamiento del trastorno del juego está en constante desarrollo en el contexto de la creciente demanda global de intervenciones. Los enfoques psicoterapéuticos, en particular la terapia cognitivo-conductual (TCC), cuentan con la mayor evidencia empírica, pero existen pocos estudios de alta calidad.

Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
Las decisiones sobre medicación deberían idealmente tomarse antes de la concepción . Se recomienda usar un solo fármaco a dosis óptima, evitando combinaciones y priorizando aquellos con menos metabolitos y menos interacciones. Las mujeres con trastorno bipolar presentan un riesgo 20 a 30 veces mayor de hospitalización posparto, y este periodo es crítico para recaídas o primeros episodios. Incluso la psicosis posparto puede ser expresión de un trastorno bipolar. El estigma sobre el peso y la imagen corporal agrava el riesgo: la insatisfacción corporal es uno de los principales predictores de depresión postparto (PPD). Se proponen intervenciones centradas en la aceptación corporal, la regulación emocional y narrativas realistas sobre el posparto. Opciones no farmacológicas: psicoterapia (CBT, interpersonal), grupos de apoyo, ejercicio, mindfulness, higiene del sueño, nutrición equilibrada, y estrategias ambientales para reducir estrés. También sugirió involucrar a la pareja y la familia, así como terapias como luz brillante, ECT para casos graves y rTMS, aunque estas últimas no cuentan con aprobación específica para PPD. En cuanto a fármacos, los antidepresivos tradicionales (ISRS, IRSN) son limitados por su inicio lento. Brexanolona, primer fármaco aprobado para PPD, fue retirada en 2025. Hoy, zuranolona es la única opción oral aprobada: un neuroesteroide que actúa sobre receptores GABA-A, administrado en dosis diaria junto a una comida rica en grasa. No debe usarse durante el embarazo y puede afectar la capacidad para conducir. Se recuerda que la preferencia del paciente es clave en el tratamiento de la depresión posparto.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La tartamudez es un trastorno neurológico del desarrollo que afecta al 5 % de los niños y persiste en más del 1 % de los adultos. A pesar de su antigüedad —los egipcios ya la reconocían—, sigue sin terapias aprobadas y ha sido ignorada por la medicina y la ciencia. Este trastorno no solo impacta la comunicación, sino también la calidad de vida, con alta comorbilidad con depresión, ansiedad social y otros cuadros como TOC, TDAH y tics. La tartamudez no es una condición única, sino un espectro, y afecta a distintas estructuras cerebrales: los ganglios basales regulan el inicio del habla, la amígdala intensifica la respuesta al estrés y el sistema lateral puede activarse mediante estrategias como el canto, que evita el circuito estriatal. La etiología es múltiple, con un fuerte componente genético y hallazgos recientes como mayor depósito de hierro en el cerebro. En cuanto al tratamiento, los antagonistas dopaminérgicos muestran eficacia, especialmente en jóvenes. Entre los fármacos mencionados figuran haloperidol, pimozida, risperidona, ecopipam y gemlapodecto, aunque faltan protocolos estandarizados y métricas robustas. Expertos proponen utilizar la Evaluación Breve de Tartamudez (BSA) para medir gravedad e impacto en la vida diaria. El abordaje actual incluye tratar comorbilidades, intervenir temprano con terapia del habla o medicación, eliminar fármacos que empeoren los síntomas, aplicar terapia cognitivo-conductual y atender el trauma asociado. Para optimizar resultados, subrayó la necesidad de colaboración entre psiquiatría, neurología, neurociencia y logopedia.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La creencia popular sostiene que las crisis económicas disparan la criminalidad, mientras que la prosperidad la reduce. Sin embargo, la historia estadounidense contradice esta idea. En The Roots of Violent Crime in America , el autor analiza seis décadas —de 1880 a 1940— para demostrar que la relación entre economía y violencia es mucho más compleja. Durante el siglo XIX, las ciudades crecieron vertiginosamente, abarrotadas de inmigrantes pobres, viviendas insalubres y gobiernos corruptos. Las condiciones parecían ideales para una ola de crímenes violentos. Sin embargo, las tasas de homicidio eran sorprendentemente bajas, y delitos como el robo a mano armada eran tan raros que un atraco en el Bronx podía ocupar titulares durante una semana. Por el contrario, en los años veinte, una época de bonanza económica, los homicidios se dispararon hasta niveles comparables a los de finales del siglo XX. Prohibición y guerras entre bandas influyeron, pero no explican por completo el fenómeno. La Gran Depresión refuerza la paradoja. Tras el colapso de 1929, con millones de desempleados y familias sin ingresos, cabría esperar un auge de violencia. Las cifras subieron al inicio, pero luego cayeron incluso durante la “Recesión Roosevelt” de 1937, cuando el desempleo volvió a aumentar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el patrón se repitió: la violencia creció en épocas de prosperidad, como los años sesenta, y descendió en recesiones recientes. ¿Por qué? Porque los crímenes violentos —salvo el robo— rara vez obedecen a motivos económicos. Surgen de emociones intensas: ira, celos, agravios personales, a menudo potenciados por alcohol o drogas. Factores como la demografía juvenil, la debilidad del sistema judicial, la presencia de grupos violentos y la disponibilidad de armas pesan más que el ciclo económico. En suma, la historia desmiente el mito: la violencia no sigue el pulso de la economía, sino el de la sociedad.