Lesión cerebral e inhibición

17 de julio de 2025

El artículo, escrito por Ben Platts-Mills, escritor y artista residente en Londres, reflexiona sobre cómo el mito de Phineas Gage ha influido en la comprensión de las lesiones cerebrales, especialmente en el concepto de “desinhibición”. El autor, con experiencia en Headway East London, una organización que apoya a personas con daño cerebral, describe cómo el término “desinhibición” se convirtió en una explicación común para comportamientos impulsivos o socialmente inadecuados de los pacientes, como arrebatos emocionales, agresividad o conductas sexuales inapropiadas.

Platts-Mills admite que usó el término de forma automática, sin cuestionar sus implicaciones morales o culturales, hasta que un colega con daño cerebral lo confrontó. Esto lo llevó a reconsiderar si estaba reduciendo la complejidad humana a una etiqueta clínica que deshumaniza y simplifica.

El autor rastrea el origen del concepto hasta el caso de Phineas Gage, un obrero que sobrevivió a una lesión cerebral grave en 1848. Aunque Gage vivió varios años después del accidente, su historia fue reinterpretada por la neurociencia como ejemplo de cómo el daño en los lóbulos frontales puede alterar la personalidad. Esta narrativa fue reforzada por figuras como David Ferrier y Antonio Damasio, quienes lo presentaron como símbolo de la pérdida de control moral y racional.

Sin embargo, Platts-Mills cuestiona esta versión. Señala que otros contemporáneos de Gage, como el fotógrafo Eadweard Muybridge, también sufrieron lesiones cerebrales pero no fueron reducidos a casos clínicos. Muybridge es recordado como un genio artístico, mientras que Gage fue convertido en un ícono de la disfunción. Esta diferencia revela cómo los prejuicios culturales moldean la interpretación científica.

El ensayo concluye que el concepto de desinhibición, aunque útil en algunos contextos, puede ser una forma de evitar comprender realmente a las personas con daño cerebral. En lugar de asumir que sus comportamientos son meramente impulsivos, deberíamos explorar sus motivaciones, historias y contextos. El autor aboga por una visión más humana y menos reduccionista de la neurodiversidad.

Propone mejorar nuestras teorías sobre las lesiones cerebrales estudiando y colaborando con supervivientes de lesiones cerebrales, en vez de basarlas en las vidas de quienes fallecieron hace mucho tiempo.

Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
Las decisiones sobre medicación deberían idealmente tomarse antes de la concepción . Se recomienda usar un solo fármaco a dosis óptima, evitando combinaciones y priorizando aquellos con menos metabolitos y menos interacciones. Las mujeres con trastorno bipolar presentan un riesgo 20 a 30 veces mayor de hospitalización posparto, y este periodo es crítico para recaídas o primeros episodios. Incluso la psicosis posparto puede ser expresión de un trastorno bipolar. El estigma sobre el peso y la imagen corporal agrava el riesgo: la insatisfacción corporal es uno de los principales predictores de depresión postparto (PPD). Se proponen intervenciones centradas en la aceptación corporal, la regulación emocional y narrativas realistas sobre el posparto. Opciones no farmacológicas: psicoterapia (CBT, interpersonal), grupos de apoyo, ejercicio, mindfulness, higiene del sueño, nutrición equilibrada, y estrategias ambientales para reducir estrés. También sugirió involucrar a la pareja y la familia, así como terapias como luz brillante, ECT para casos graves y rTMS, aunque estas últimas no cuentan con aprobación específica para PPD. En cuanto a fármacos, los antidepresivos tradicionales (ISRS, IRSN) son limitados por su inicio lento. Brexanolona, primer fármaco aprobado para PPD, fue retirada en 2025. Hoy, zuranolona es la única opción oral aprobada: un neuroesteroide que actúa sobre receptores GABA-A, administrado en dosis diaria junto a una comida rica en grasa. No debe usarse durante el embarazo y puede afectar la capacidad para conducir. Se recuerda que la preferencia del paciente es clave en el tratamiento de la depresión posparto.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La tartamudez es un trastorno neurológico del desarrollo que afecta al 5 % de los niños y persiste en más del 1 % de los adultos. A pesar de su antigüedad —los egipcios ya la reconocían—, sigue sin terapias aprobadas y ha sido ignorada por la medicina y la ciencia. Este trastorno no solo impacta la comunicación, sino también la calidad de vida, con alta comorbilidad con depresión, ansiedad social y otros cuadros como TOC, TDAH y tics. La tartamudez no es una condición única, sino un espectro, y afecta a distintas estructuras cerebrales: los ganglios basales regulan el inicio del habla, la amígdala intensifica la respuesta al estrés y el sistema lateral puede activarse mediante estrategias como el canto, que evita el circuito estriatal. La etiología es múltiple, con un fuerte componente genético y hallazgos recientes como mayor depósito de hierro en el cerebro. En cuanto al tratamiento, los antagonistas dopaminérgicos muestran eficacia, especialmente en jóvenes. Entre los fármacos mencionados figuran haloperidol, pimozida, risperidona, ecopipam y gemlapodecto, aunque faltan protocolos estandarizados y métricas robustas. Expertos proponen utilizar la Evaluación Breve de Tartamudez (BSA) para medir gravedad e impacto en la vida diaria. El abordaje actual incluye tratar comorbilidades, intervenir temprano con terapia del habla o medicación, eliminar fármacos que empeoren los síntomas, aplicar terapia cognitivo-conductual y atender el trauma asociado. Para optimizar resultados, subrayó la necesidad de colaboración entre psiquiatría, neurología, neurociencia y logopedia.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La creencia popular sostiene que las crisis económicas disparan la criminalidad, mientras que la prosperidad la reduce. Sin embargo, la historia estadounidense contradice esta idea. En The Roots of Violent Crime in America , el autor analiza seis décadas —de 1880 a 1940— para demostrar que la relación entre economía y violencia es mucho más compleja. Durante el siglo XIX, las ciudades crecieron vertiginosamente, abarrotadas de inmigrantes pobres, viviendas insalubres y gobiernos corruptos. Las condiciones parecían ideales para una ola de crímenes violentos. Sin embargo, las tasas de homicidio eran sorprendentemente bajas, y delitos como el robo a mano armada eran tan raros que un atraco en el Bronx podía ocupar titulares durante una semana. Por el contrario, en los años veinte, una época de bonanza económica, los homicidios se dispararon hasta niveles comparables a los de finales del siglo XX. Prohibición y guerras entre bandas influyeron, pero no explican por completo el fenómeno. La Gran Depresión refuerza la paradoja. Tras el colapso de 1929, con millones de desempleados y familias sin ingresos, cabría esperar un auge de violencia. Las cifras subieron al inicio, pero luego cayeron incluso durante la “Recesión Roosevelt” de 1937, cuando el desempleo volvió a aumentar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el patrón se repitió: la violencia creció en épocas de prosperidad, como los años sesenta, y descendió en recesiones recientes. ¿Por qué? Porque los crímenes violentos —salvo el robo— rara vez obedecen a motivos económicos. Surgen de emociones intensas: ira, celos, agravios personales, a menudo potenciados por alcohol o drogas. Factores como la demografía juvenil, la debilidad del sistema judicial, la presencia de grupos violentos y la disponibilidad de armas pesan más que el ciclo económico. En suma, la historia desmiente el mito: la violencia no sigue el pulso de la economía, sino el de la sociedad.