Prevención y manejo de la miocarditis asociada a clozapina y reexposición a clozapina después de la miocarditis

2 de septiembre de 2025

Artículo publicado en The British Journal of Psychiatry sobre el primer consenso Delphi internacional y multidisciplinar entre expertos, que sintetiza la evidencia actual de la literatura, así como de la experiencia práctica en torno a la miocarditis asociada a clozapina y su reintroducción tras un episodio.

El artículo busca establecer criterios diagnósticos, estrategias de prevención y protocolos de reintroducción tras un episodio de miocarditis asociada a clozapina (CAM).

Se realizó una revisión sistemática de la literatura y un proceso Delphi internacional en dos rondas con 93 expertos de seis continentes: psiquiatras, cardiólogos, farmacéuticos, psicofarmacólogos y enfermeros.

Se acordó el término de miocarditis asociada a clozapina en lugar de miocarditis inducida por clozapina, ya que no hay certeza de que todos los casos potenciales sean inducidos por clozapina.

Factores de riesgo

  • Escalada rápida de dosis de clozapina
  • Uso concomitante de valproato
  • Metabolismo lento de clozapina (por genética o interacciones)
  • Infecciones recientes o antecedentes cardíacos

Diagnóstico
Se definen los criterios clínicos para el diagnóstico de la miocarditis asociada a clozapina (tabla1).

Se enfatiza el uso de troponina ultrasensible (hs-troponina), proteína C reactiva (CRP), ECG y resonancia magnética cardíaca. La biopsia endomiocárdica se reserva para casos graves.

Algoritmos

Se establecen pautas para el inicio de clozapina (semanas 1 a 4) y seguimiento.

Se aconseja evitar iniciar clozapina durante 4 semanas tras vacunación mRNA o infección.

Pautas para la reintroducción de clozapina tras miocarditis asociada a clozapina

  • Requiere consentimiento informado
  • Espera mínima de 8 semanas tras resolución
  • Dosis inicial: 6.25 mg/día
  • Monitoreo intensivo con biomarcadores y ecocardiograma
  • Suspender valproato si es posible

Conclusiones

  • La mayoría de expertos aprueba la reintroducción en casos seleccionados
  • Se propone un algoritmo para titulación y monitoreo adaptado a recursos disponibles
  • Se destaca la necesidad de criterios diagnósticos claros para evitar sobrediagnóstico y subdiagnóstico.
  • Se espera que sirva como base para futuras guías nacionales y mejore la seguridad en el uso de clozapina en TRS.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
Las decisiones sobre medicación deberían idealmente tomarse antes de la concepción . Se recomienda usar un solo fármaco a dosis óptima, evitando combinaciones y priorizando aquellos con menos metabolitos y menos interacciones. Las mujeres con trastorno bipolar presentan un riesgo 20 a 30 veces mayor de hospitalización posparto, y este periodo es crítico para recaídas o primeros episodios. Incluso la psicosis posparto puede ser expresión de un trastorno bipolar. El estigma sobre el peso y la imagen corporal agrava el riesgo: la insatisfacción corporal es uno de los principales predictores de depresión postparto (PPD). Se proponen intervenciones centradas en la aceptación corporal, la regulación emocional y narrativas realistas sobre el posparto. Opciones no farmacológicas: psicoterapia (CBT, interpersonal), grupos de apoyo, ejercicio, mindfulness, higiene del sueño, nutrición equilibrada, y estrategias ambientales para reducir estrés. También sugirió involucrar a la pareja y la familia, así como terapias como luz brillante, ECT para casos graves y rTMS, aunque estas últimas no cuentan con aprobación específica para PPD. En cuanto a fármacos, los antidepresivos tradicionales (ISRS, IRSN) son limitados por su inicio lento. Brexanolona, primer fármaco aprobado para PPD, fue retirada en 2025. Hoy, zuranolona es la única opción oral aprobada: un neuroesteroide que actúa sobre receptores GABA-A, administrado en dosis diaria junto a una comida rica en grasa. No debe usarse durante el embarazo y puede afectar la capacidad para conducir. Se recuerda que la preferencia del paciente es clave en el tratamiento de la depresión posparto.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La tartamudez es un trastorno neurológico del desarrollo que afecta al 5 % de los niños y persiste en más del 1 % de los adultos. A pesar de su antigüedad —los egipcios ya la reconocían—, sigue sin terapias aprobadas y ha sido ignorada por la medicina y la ciencia. Este trastorno no solo impacta la comunicación, sino también la calidad de vida, con alta comorbilidad con depresión, ansiedad social y otros cuadros como TOC, TDAH y tics. La tartamudez no es una condición única, sino un espectro, y afecta a distintas estructuras cerebrales: los ganglios basales regulan el inicio del habla, la amígdala intensifica la respuesta al estrés y el sistema lateral puede activarse mediante estrategias como el canto, que evita el circuito estriatal. La etiología es múltiple, con un fuerte componente genético y hallazgos recientes como mayor depósito de hierro en el cerebro. En cuanto al tratamiento, los antagonistas dopaminérgicos muestran eficacia, especialmente en jóvenes. Entre los fármacos mencionados figuran haloperidol, pimozida, risperidona, ecopipam y gemlapodecto, aunque faltan protocolos estandarizados y métricas robustas. Expertos proponen utilizar la Evaluación Breve de Tartamudez (BSA) para medir gravedad e impacto en la vida diaria. El abordaje actual incluye tratar comorbilidades, intervenir temprano con terapia del habla o medicación, eliminar fármacos que empeoren los síntomas, aplicar terapia cognitivo-conductual y atender el trauma asociado. Para optimizar resultados, subrayó la necesidad de colaboración entre psiquiatría, neurología, neurociencia y logopedia.
Por Alfredo Calcedo 5 de diciembre de 2025
La creencia popular sostiene que las crisis económicas disparan la criminalidad, mientras que la prosperidad la reduce. Sin embargo, la historia estadounidense contradice esta idea. En The Roots of Violent Crime in America , el autor analiza seis décadas —de 1880 a 1940— para demostrar que la relación entre economía y violencia es mucho más compleja. Durante el siglo XIX, las ciudades crecieron vertiginosamente, abarrotadas de inmigrantes pobres, viviendas insalubres y gobiernos corruptos. Las condiciones parecían ideales para una ola de crímenes violentos. Sin embargo, las tasas de homicidio eran sorprendentemente bajas, y delitos como el robo a mano armada eran tan raros que un atraco en el Bronx podía ocupar titulares durante una semana. Por el contrario, en los años veinte, una época de bonanza económica, los homicidios se dispararon hasta niveles comparables a los de finales del siglo XX. Prohibición y guerras entre bandas influyeron, pero no explican por completo el fenómeno. La Gran Depresión refuerza la paradoja. Tras el colapso de 1929, con millones de desempleados y familias sin ingresos, cabría esperar un auge de violencia. Las cifras subieron al inicio, pero luego cayeron incluso durante la “Recesión Roosevelt” de 1937, cuando el desempleo volvió a aumentar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el patrón se repitió: la violencia creció en épocas de prosperidad, como los años sesenta, y descendió en recesiones recientes. ¿Por qué? Porque los crímenes violentos —salvo el robo— rara vez obedecen a motivos económicos. Surgen de emociones intensas: ira, celos, agravios personales, a menudo potenciados por alcohol o drogas. Factores como la demografía juvenil, la debilidad del sistema judicial, la presencia de grupos violentos y la disponibilidad de armas pesan más que el ciclo económico. En suma, la historia desmiente el mito: la violencia no sigue el pulso de la economía, sino el de la sociedad.